Le propuso una visita inesperada a su casa, dándose por entero a él en la capital del nuevo Estado. Mientras se retrepaba en el asiento del autobús que le conducía hacia el mundo que él había construido, se percató de que el paloduz que mascaba lentamente saboreando esa golosina dejó de resultarle dulce y agradable. Percibió la visión trasnochada que mantenía de su sonrisa junto con el apacible afecto que desprendía su recuerdo, desarropando la cercana presencia que estaba a punto de encontrar en el siguiente área de descanso. Sin llegar a cerrar el libro de fantasmas que guardaba en el bolso, en cada parada de aquel viaje de reencuentro el viento descuajaba las hojas que el pequeño santuario de abjuraciones preservaba. El amanuense medieval de su corazón, los menudos y el cuerpo que ella había tutelado en el terreno anegadizo del espejismo de aquel destino tolerado se perdía en cada uno de los lugares que el autobús se detenía. Antes de rebasar el límite de la ruta trazada, en la última parada tras guardar el silencio de la voz del auricular se dejó perder en el sitio más fácil que encontró: el pequeño pueblo donde el aire y la lluvia miraban cara a cara, arrancando el mayor esplín posible.
Aquí estás resistiendo,
viva, lúcida,
sostenida
en el sacro relámpago,
alumbrada y dichosa
en el trueno.
Tú, mi pequeña
rosa encendida siempre,
pétalo delicado,
húmeda nota,
tú, resistiendo aquí.
viva, lúcida,
sostenida
en el sacro relámpago,
alumbrada y dichosa
en el trueno.
Tú, mi pequeña
rosa encendida siempre,
pétalo delicado,
húmeda nota,
tú, resistiendo aquí.
Carlos Bousoño