José Luis Fuentetaja
Tardó medio segundo en concebir la imagen que presuponía reflejada en el lienzo, dando por cierto que los dos cubos de sangre que bombeó su corazón en un minuto se debía a aquella extraña emoción al reconocerle con cuidado y atención. En ese minuto no pudo evitar el movimiento de sus 43 músculos al fruncir el ceño, a la vez que el cuarto de segundo de aquel flash del misterioso rayo hizo que su cuerpo descuidara la fijeza de su equilibrio. Allí de pie, expuesta en una sala de pintura, con una mirada inalterable y un tocado que consistía en una faja larga de tela, color granate, rodeando su cabeza tal cual cubría su pelo, promovió que anotara en su mente aquel instante resultando más que suficiente, sobrepasando el aprobado. Fraguando fracciones de segundo equiparandolas a días interminables como si viviera en algunos de los 243 días terrenales de Venus, ajustó los términos reacios que se agolpaban en su designio mientras se amoldaba a los gestos e insignias de sus observadores a pesar de las discrepancias a lo largo de la jornada. No obstante, el aparente estado de quietud se identificaba con un atleta durante el sprint, consumiendo treinta veces más oxígeno que en situación de reposo, desgranando todos los datos que le permitieron sentirse satisfecha: despertó insondables letanías al tiempo que su efigie apaisada se asemejaba a los cuadros donde solían pintarse países, parlamentó con una sombra sin asidero por la irreconocible falta de apoyo, provisionalmente se esforzó por desfilar sin verter el contenido de la valija en los vagones del tren. Aquel día, ella se exhibió ante los demás alcanzando el ciclo, en espera de volver a hacer aquello que apreciaba, la tarea de penetrar en los manuscritos y las alegorías.