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Eric Tabales |
Con la franqueza de esa libertad formal que llega del gruñido ronco que parece pronunciar sus palabras ininteligibles, rebasa el preludio que él eligió para pasar a la invitación de ciertos monosílabos que completa la pieza musical. Escribir una partitura con onomatopeyas, carraspeos, gemidos y toda clase de secuencias sonoras crearía una original suite para orquesta. En cada verso deja entrever un querer asomándose a la letrilla mientras afila sus garras en las cuerdas de la antigua lira de Ur. A medida que la configuración de los sonidos va tomando cuerpo entre las adivinaciones, la preferencia por ese cariño se torna en un manto que yace verticalmente. El incesante rebufo de pasión que presenta la letra de la canción urde una seda en los esgarros serenos que fluyen de su interior. Pero como en toda melodía, al final la balanza por amor se inclina a favor de alguien y la unión clandestina se queda en blanco. Y así, como una cárcava erosionando el mensaje de la melodía que nadie llegó a escuchar ni entender, la mortaja de la letras encaja en la escala musical la adoración de aquella canción de amor que intentó imitar.