Los días de lluvia con luz intermitente, son los mejores para la pesca, ciertamente -copio esta palabra tuya-, cuando amaina la llovizna capto la risa del aire y del movimiento de los árboles. Observo la corriente del agua intentando poner en claro qué sucede en el fondo del lecho y entonces aparece la risueña insolencia de una bola de ramitas secas que se mueve con descaro por la orilla, con la soberbia de conocer bien el río y con el engreimiento de arrojarse a favor del viento sin temer el choque sobre el terreno fragoso y el arañazo áspero de las piedras. Allí, escudada con el impermeable y protegida por la caña de pescar, meriendo sin saber qué mastico acompañada por un trago de vino, mientras reconozco como otros pescadores remueven el agua con cebos vivos a la espera de que los peces aturdidos hagan más rápida su picada despojándoles, con gran tirantez, del éxtasis de todos sus sentidos. De nuevo la lluvia pone algo de clarividencia en el río de pescadores y, contribuye a que el destello del día deslice el engaño de los mansos y dóciles apresadores de peces flacos.
Se tumban en la hoja de papel
como los perros viejos,
y obedecen y lamen
la mano encadenada de su amo.
Pero el amor jamás nos ha pedido
las leyes que le damos.
No precisa el amor sobrevivir,
siempre busca los gramos
más mortales del cuerpo.
El manjar del amor
no necesita versos.
como los perros viejos,
y obedecen y lamen
la mano encadenada de su amo.
Pero el amor jamás nos ha pedido
las leyes que le damos.
No precisa el amor sobrevivir,
siempre busca los gramos
más mortales del cuerpo.
El manjar del amor
no necesita versos.
Pere Rovira